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Éter y crepúsculo de la existencia, de Francisco Martínez Izquierdo. Cuando la poesía se atreve a mirar a los ojos del abismo

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Cuando la poesía se atreve a mirar a los ojos del abismo

A veces uno se topa con libros que no parecen escritos, sino destilados. De esos que no surgen del oficio ni de la costumbre, sino del incendio personal. Éter y crepúsculo de la existencia, de Francisco Martínez Izquierdo, pertenece a esa clase de obras que no buscan lectores: los eligen. Hay en ella algo de testamento, de confesión arrodillada ante una verdad tan desnuda que resulta incómoda.

El autor no escribe desde el capricho de la inspiración ni desde el adorno. Escribe porque duele. Escribe como quien intenta recomponer su cuerpo a través de las palabras, y en el proceso encuentra algo más que alivio: encuentra sentido. En sus versos se escucha a un hombre exhausto, lúcido, reconciliado con la fragilidad después de haberla combatido con la furia de los desesperados. No hay impostura ni afectación; lo que hay es intensidad moral. Y eso, en tiempos de cinismo y superficialidad, ya es subversivo.

Martínez Izquierdo no rehúye lo oscuro. Más bien lo habita con respeto, con una mezcla de ironía y ternura que recuerda que el hombre que contempla su propia ruina puede también aprender a contemplar la belleza. Lo suyo no es el nihilismo estético de moda, sino la honestidad de quien ha mirado la muerte y ha decidido seguir escribiendo. Su poema “Escrito después de superar un intento autolítico” no es solo el centro del libro: es el punto exacto donde la existencia se quiebra y se recompone.

El poemario es un arco de transformación dividido en tres movimientos: soledad, comunión y trascendencia. Pero esa estructura no responde a un esquema místico, sino a una lógica interior, humana. Cada parte representa una etapa del pensamiento, una forma de madurez frente al mundo y frente al vacío. Al inicio, la voz del autor es la del hombre aislado que aún pelea contra sí mismo; al final, la de un ser que ha aprendido a estar solo sin temor, como quien se acepta en su imperfección.

Su estilo —sereno, meditativo, limpio como una piedra de río— recuerda que la poesía, cuando es verdadera, no es un refugio, sino un arma que obliga a mirarse al espejo. No hay rebuscamientos ni guiños al lector: el lenguaje es lo justo, lo preciso, y por eso hiere. Frente a la musicalidad barroca o al tono declamatorio de cierta poesía contemporánea, Martínez Izquierdo entiende el silencio. Escribe con la cadencia de quien reza, pero sin fe. O con otro tipo de fe: la de quien confía aún en la posibilidad de decir la verdad con dignidad.

En sus páginas se cruzan las sombras de Hesse y de Unamuno, pero también late algo de los poetas del desencanto, de esos hombres que, como José Ángel Valente o Gamoneda, saben que lo sagrado no está fuera, sino dentro; que lo divino, si existe, es apenas el reflejo que arroja la conciencia cuando se atreve a pensar.

Éter y crepúsculo es, en el fondo, un libro contra la hipocresía del consuelo. Su espiritualidad no pretende reconciliar al lector con Dios, sino con su propio cansancio. Reclama que el arte puede ser un acto de redención sin necesidad de fe, una forma de ética en la que el sufrimiento se convierte en conocimiento.

No es un poemario para cualquiera. Exige pausa, exige atención, exige, sobre todo, valentía. Pero quien se adentre en él encontrará algo raro en la literatura actual: una voz que no miente. Una voz que, en lugar de prometer paraísos, se atreve a decir que tal vez no los hay. Y que, pese a ello, vale la pena seguir escribiendo.

Antonio Graña Ojeda