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2 agosto, 2014El butano no es metáfora: sobre «Mi cocina es de butano» de Aixa Ballesteros
Hay libros que llegan y te dejan el tufo del gas en las manos. «Mi cocina es de butano» de Aixa Ballesteros es uno de esos libros que no puedes leer con guantes blancos, que te manchan de verdad, de esa verdad que duele porque reconoces en ella el olor a pollo asado de los domingos cuando no había para más, el sonido del gas silbando mientras las mujeres de la casa «chillan» para hacerse oír por encima del ruido de la supervivencia.
Ballesteros, una chica de 26 años que ha pasado de la enfermería al hip hop, de Orduña a Madrid, de las aldeas gallegas a las azoteas urbanitas, nos trae un poemario que es puro testimonio de clase. Y aquí no vale eso de que la poesía está por encima de las clases sociales, porque esta poesía nace precisamente de la conciencia de pertenecer a una clase que se avergüenza de sí misma hasta que aprende a convertir esa vergüenza en rabia, y esa rabia en arte.
«Entendimos la crisis del 2008 / a hostias / pero la entendimos / ropa usada y de mercadillo / se reían de nosotros algunos niños». Ahí está todo, la pedagogía del golpe, la educación sentimental de los pobres, esa manera de aprender la realidad que tienen los que no pueden permitirse el lujo de la teoría. Ballesteros no romantiza la pobreza —que es lo que hacen los de clase media cuando se ponen a escribir sobre los desfavorecidos—, la cuenta tal como es: fea, pegajosa, humillante.
La cocina de butano no es una metáfora bonita sobre los orígenes rurales y auténticos. Es una cocina de pobres, de esas que explotan si no tienes cuidado, de esas donde las abuelas se matan trabajando mientras cargan «su marido a cuestas» que «pesaba toneladas». Y aquí Ballesteros clava el dedo en la llaga del patriarcado de clase trabajadora, ese que no aparece en los manuales feministas de las universitarias, pero que está ahí, machacando a las mujeres con la complicidad del silencio y la necesidad.
Lo que me gusta de este libro es que no pide perdón por existir. No se disculpa por ser crudo, por mezclar el rap con la lírica tradicional, por hablar de «robas unas pipas» en el supermercado o de ponerse en «modo niñata». Ballesteros ha entendido algo que a muchos poetas les cuesta pillar: que la autenticidad no está en parecer culto sino en no traicionar el lugar del que vienes. Y ella viene de un lugar donde las mujeres son «herreras», donde se aprende «a robar a cuatro patas / estilo butronera / estilo callejera».
El poemario tiene esa estructura musical del hip hop, esos cortes, esa respiración entrecortada del que cuenta su historia entre bocanadas. «Madrid a veces me ofende modo siniestro total / tengo ganas de llorar de volar / me siento sola en la ciudad». La gran urbe como espacio de contradicciones, donde puedes reinventarte pero también perderte, donde puedes encontrar tu tribu de artistas precarias pero también topar con la soledad más brutal.
Y luego está el tema de la salud mental, tratado con una honestidad que duele. «He matado de pena / me he matado de pena», escribe Ballesteros, y no es pose poética, es diagnóstico claro. La depresión, la ansiedad, las autolesiones aparecen sin eufemismos, como parte del paisaje vital de una generación que ha crecido en la precariedad y ha tenido que inventarse maneras de sobrevivir. «Me permito pasarme de niñata / si me paso de adulta me mastica la pena / y me come la lucha».
Lo que más me emociona de este libro es su capacidad para convertir lo personal en político sin solemnidad, sin discursos. Cuando Ballesteros escribe sobre Palestina —«y yo deseo que miren / aquí / justo aquí / mira lo que pasa»— no está haciendo turismo poético con el dolor ajeno, está conectando su propia experiencia de violencia con la violencia del mundo. Es la solidaridad real, la que nace de reconocer el propio dolor en el dolor del otro.
«Mi cocina es de butano» es un libro necesario porque nos recuerda que la poesía puede ser un arma, que puede servir para algo más que para adornar salones burgueses o dar clases en facultades de Letras. Es un libro que habla desde y para los márgenes, que reivindica el derecho a existir sin pedir permiso, a ser poeta sin título universitario, a mezclar registros sin complejos.
Aixa Ballesteros ha escrito un poemario que es puro fuego, de ese que se prende con una cerilla y puede quemar la casa entera si no tienes cuidado. Un libro que huele a butano, a café quemado, a vida real. Y en estos tiempos de poesía de Instagram y haikus para millennials deprimidos, eso es mucho decir.
Ángela de Claudia Soneira