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De lo visceral a la piel, Manuel Lozano Figueroa. Un poeta que escribe con las tripas

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Un poeta que escribe con las tripas

He visto más libros de poesía que pelos tengo en la cabeza, y la mayor parte están escritos con guantes blancos, como si el poeta tuviera miedo de mancharse las manos con la vida real. Por eso, cuando caen en mis manos estos versos de Manuel Lozano Figueroa, De lo visceral a la piel, y el tipo arranca diciendo que no es poeta sino «contador de pequeñas historias rimadas», pienso que aquí hay honestidad de la que escasea, de esa que te hace confiar en un hombre antes de leer el primer verso. Porque en este país de medallas literarias y palmaditas en la espalda, que alguien tenga el coraje de decir «no soy digno de tan alto honor» es como encontrar agua en el desierto.

El libro huele a taberna, a hamaca blanca, a Cádiz en agosto, a sudor de amantes que no piden permiso para quererse. Lozano escribe como quien se confiesa en la barra del bar a las tres de la mañana, cuando ya no quedan máscaras y las palabras salen sin filtro. Hay cuerpo aquí, señores, cuerpo de verdad, no esa metáfora etérea que usan los poetas de salón para hablar del deseo sin nombrarlo. «De nuestra bachata / lo hermoso comienza / cuando la música calla», escribe, y uno siente el calor de esa piel contra piel, ese momento en que el aire se vuelve espeso y el tiempo se detiene. Es erotismo sin corsé, sensualidad que no se disculpa, deseo que no necesita traducción simultánea para entenderlo.

Pero Lozano no es un poeta de una sola cuerda. El tipo navega por aguas distintas con la misma naturalidad con que uno cambia de bar en una noche larga. Está ese «Sueño de un romance en Cádiz» que es como una película en blanco y negro de las de antes, con la Caleta, la Viña, las mojarras y el levante que descansa. Escribe «pa enredarse por un cuerpo», «tó», «remojatas», y suena a verdad, a voz que sale de dentro, no a imitación de turista que intenta parecer gaditano. Las «Odas a Titi Flores» son un catálogo sensorial del flamenco —soleá, bulería, martinete, granaínas, mineras— donde cada palo se convierte en imagen que te golpea: la soleá son lágrimas del alma, la bulería impulsa los pies al aire, el martinete huele a hierro y pesar gitano. No es flamencología de cátedra, es flamenco vivido desde la amistad, desde el respeto al arte que no se aprende en libros sino en tablaos y patios.

Y luego están los poemas que duelen, los que te obligan a no mirar para otro lado cuando pasan las noticias en la tele. «Prohibido vivir» y «Mi voz no está en venta» hablan de las pateras, de la gente que muere buscando un trozo de dignidad, de nuestra indolencia criminal disfrazada de normalidad. «Mi voz no callará / hasta que mis ojos vean / cómo desaparecen los inhumanos guetos», escribe el hombre, y uno siente que no está haciendo poesía comprometida para quedar bien en las tertulias sino que está realmente cabreado, realmente dolido por lo que ve. Me pregunto cuántos poetas contemporáneos tienen los huevos de escribir así, sin ironía posmoderna que les sirva de parapeto, sin distancia estética que les permita salir ilesos del campo de batalla.

Lozano escribe en verso libre, sin rima obligatoria pero con ritmo interno que viene del flamenco y de la calle, no de los manuales de métrica que acumulan polvo en las bibliotecas universitarias. Su lenguaje es directo como un navajazo, sin florituras barrocas ni juegos conceptuales para lucirse ante el gremio. Hay momentos de ternura brutal, como en «En mi memoria», dedicado a su amigo Manuel muerto, donde escribe: «Te fuiste dejando risas en el viento, / un silencio que pesa, / como un abrazo que no se cierra». Y hay momentos de celebración vital, como en «Pino y Caoba», la historia de dos árboles que se convierten en guitarra flamenca y cantan soleares, bulerías, seguiriyas.

Este libro no va a cambiar la historia de la poesía española ni va a aparecer en las antologías académicas que preparan los críticos de pelo blanco y corbata aburrida. Pero hará algo más importante: llegará a lectores que necesitan poesía sin manual de instrucciones, poesía que te habla de tú a tú, sin pedirte credenciales de acceso ni exigirte un doctorado en filología para entenderla. Porque Lozano Figueroa escribe desde las tripas, no desde el intelecto refrigerado de quien ha olvidado que la poesía nació en las plazas y las tabernas, no en las aulas climatizadas de la universidad.

Me quedo con un verso que lo resume todo: «Poesía, / esa… que nadie sabe explicar / y, sin embargo, nos habita». Así de sencillo y así de complejo. Lozano no explica, no teoriza, no se pone a dar lecciones de nada. Cuenta lo que le duele, lo que le excita, lo que le indigna, lo que le hace sentirse vivo. Y lo hace con la valentía de quien sabe que va a recibir palos de los mandarines de la poesía pero le importa un carajo porque escribe para los que aún sienten, no para los que disecan mariposas con pinzas de laboratorio. Compren este libro, léanlo sin prejuicios, dejen que les remueva algo por dentro. Y si no les pasa nada, si lo leen como quien lee la lista de la compra, entonces el problema no es del poeta sino del lector que ya tiene el corazón anestesiado y el alma jubilada.

Antonio Graña Ojeda