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Juguetes Líricos de José Carlos Turrado de la Fuente. CUANDO LA POESÍA TODAVÍA TIENE HUEVOS.

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CUANDO LA POESÍA TODAVÍA TIENE HUEVOS

Se acabó la poesía de ombligo, las lamentaciones de cafetería y el verso que no dice nada pero lo dice muy bonito. José Carlos Turrado de la Fuente publica «Juguetes Líricos» y resulta que en 2025 todavía hay alguien capaz de escribir poesía con esqueleto, con músculo, con la médula de los clásicos y sin pedir perdón por ello.

Doce poemas. Ni uno más ni uno menos. Métrica clásica que no cojea. Endecasílabos, alejandrinos, octavas reales. Y encima funciona, que es lo jodido. Porque una cosa es ponerse a contar sílabas como los abuelos y otra muy distinta es que el verso suene, que respire, que no parezca un ejercicio de colegio mayor sino literatura de verdad. Turrado sabe lo que hace. Maneja el soneto como quien maneja una Browning del nueve largo: con oficio, sin aspavientos, directo al blanco.

El libro arranca con «Las Hespérides», un jardín mítico donde un cervatillo encuentra ninfas y frutos imposibles. Puro clasicismo, mitología griega sin complejos. Luego salta a «Lezo en Cartagena», donde el marino vasco Blas de Lezo defiende el puerto con un ojo de cristal y una pata de palo. Historia de España sin banderitas pero con dignidad. Así va el volumen: de la fábula grecolatina al episodio histórico, del amor cortés a la elegía personal, siempre en verso medido, siempre con ese tono entre épico y melancólico que es la marca de la casa.

«Fábula de Dulcinea» le da la vuelta al personaje cervantino. Aquí Dulcinea no es la campesina idealizada por don Quijote sino una mujer de carne que sufre, que desea, que se pudre de melancolía en un pueblo manchego donde nada crece. Turrado se mete en su cabeza y lo que encuentra no es dulce: es amargo, desesperado, real. La tobosina se mira al espejo y lo que ve es el desastre de una vida sin amor en medio de la estepa. Eso sí es literatura, no la tontería de sublimar lo sublime.

En «Mujer de cabellos de oro», el poema central del libro con más de cuatrocientos versos, Turrado despliega toda la artillería. Es una elegía brutal, descarnada, sobre el paso del tiempo, la pérdida del amor, la certeza de que todo se va a la mierda y no hay consuelo posible. Ninguna moraleja piadosa, ningún «pero al menos nos queda el arte». No. Lo que queda es ceniza. Cinco pérdidas que enumera sin piedad: la inocencia, el primer amor, la belleza juvenil, la memoria compartida, la trascendencia. Y luego cinco preguntas sobre el futuro que no tienen respuesta o la tienen peor: ¿podrán las generaciones venideras entender lo que fuimos? Probablemente no. ¿Importa? Tampoco.

Hay fábulas donde Cupido se tira a medio país como un sátiro desatado —»Fábula de Cupido»— con un sentido del humor negro que desarma. Hay elegías a poetas muertos como Valle-Inclán en «Valle en la Merced», cojo y manco intentando labrar la tierra gallega porque no le llega para vivir de las letras. Hay erotismo culto en «El baño de la hetaira», donde una cortesana viaja por la historia acostándose con Viriato, Julio César, Arturo y sus caballeros, Roldán y finalmente con un don Quijote solitario que llora en sus brazos. Y hay tragedia griega en «Fábula de Helena y Filoctetes», donde el gran arquero agoniza olvidado en una isla mientras Helena sueña con un amor que nunca existió.

Lo que jode de este libro es que no hace concesiones. Ni al lector perezoso ni a la moda poética ni al mercado. Turrado escribe como si todavía importara la belleza formal, como si el ritmo y la rima tuvieran sentido más allá del museo. Y contra todo pronóstico, funciona. Porque hay verdad detrás. Porque la desesperación que destila es auténtica, no impostada. Porque cuando dice que todo se pierde y que el tiempo es el enemigo absoluto, uno le cree.

Ediciones Rilke publica en papel y con dignidad. Sin alardes pero sin miseria. El libro pesa en la mano, que ya es más de lo que se puede decir de la mayor parte de la poesía que se publica hoy. «Juguetes Líricos» no es un título irónico: estos poemas son juguetes en el sentido de juegos serios, de experimentos formales que juegan con la tradición pero sin burlarse de ella. Son líricos porque cantan, porque tienen música, porque se pueden leer en voz alta sin avergonzarse.

No sé si este libro le importará a alguien dentro de diez años. Pero debería. Porque aquí hay un tipo que todavía cree que la poesía sirve para algo más que para figurar en festivales y ganar premios autonómicos. Un tipo que se juega el tipo en cada verso, que no trampa con el recuento de sílabas ni se esconde detrás de la ambigüedad vacía. Eso ya es bastante. En estos tiempos de mierda, es casi un milagro.

Javier Pérez-Ayala