La Poesía de Quien Ha Vivido Tanto Que Ya Solo le Queda Contemplar
Me pasa que llevo toda la vida rodeada de gente que se la juega escribiendo versos, y cuando llega alguien como Pedro Carbajal García, que publica su primer libro de poemas a los 64 años, me dan ganas de ponerme en pie y aplaudir. Porque «Hogar de Ninfas» es uno de esos libros que te recuerdan por qué la poesía existe y por qué a veces tiene que llegar tarde para ser realmente buena.
Carbajal García viene del derecho y la función pública, que ya es mala suerte, pero resulta que esa formación le ha servido para algo bueno, que es escribir con una precisión de cirujano. Cincuenta haikus distribuidos en las cuatro estaciones del año, y ni uno de más ni uno de menos. Cada palabra está pesada, cada silaba está medida, cada pausa está calculada. Eso solo se consigue después de décadas aprendiendo que las palabras tienen consecuencias.
El libro arranca con un abedul que tiene «piel», que es de «terciopelo», que es «silencio en pie», y ya está, ya sabes que este señor sabe de qué va esto. No necesita explicarte nada porque ha aprendido que la poesía buena no explica, evoca. Ha vivido lo suficiente para saber que menos es más, que la elegancia está en la contención y que a estas alturas de la vida ya no hay tiempo para la palabrería.
Lo que más me gusta de estos haikus es que no intentan ser exóticos. Carbajal García no se pone a hacer el japonés, no se disfraza de budista de fin de semana. Agarra la forma del haiku pero lo llena de asturcón y niebla atlántica, de robles heridos por el rayo y brañas donde se detiene el alma cálida. Es la naturaleza que conoce desde niño, la que ha pisado y observado durante décadas, la que le pertenece tanto como él le pertenece a ella.
Hay una sabiduría específica en este libro que solo puede tener alguien que ha llegado a la edad de no engañarse más. Cuando escribe «La hoja seca / sobre la hierba verde. / Rara belleza», está hablando de algo que solo ve quien ha pasado por muchos otoños. Es la mirada de quien sabe que lo hermoso no está necesariamente en lo perfecto, sino en lo que acepta su condición sin dramatismo.
El ciclo estacional del libro funciona como una lección de paciencia. En una época en que todo el mundo tiene prisa por todo, Carbajal García se toma un año entero para contarnos cinquenta pequeñas revelaciones. Empieza con la piel de abedul de la primavera y termina con esa niebla que opaca el cerebro hasta convertirlo en niña. Entre medias, un asturcón negro que galopa por la braña, lobos que aúllan bajo la gélida luna, una lechuza que genera «miedo sagrado» sobre su rama de haya.
Me pregunto cuántos autores de veinte años serían capaces de escribir «Vieja encina, / susurro de la tierra, / hogar de ninfas». Probablemente ninguno, porque a los veinte años la vida te parece infinita y no entiendes que la belleza puede estar en lo que susurra en lugar de gritar. A los sesenta y cuatro, ya sabes que las encinas viejas guardan secretos que vale la pena escuchar.
El uso de la sinestesia en estos haikus es de manual, pero nunca suena forzado. «Dulce silencio», «nimbo de color», «alma cálida»… Son imágenes que funcionan porque nacen de una experiencia sensorial real, no de un ejercicio intelectual. Es la poesía de quien ha tenido tiempo de observar cómo se comportan los sentidos cuando se les deja tranquilos.
Pero sobre todo, «Hogar de Ninfas» es un libro generoso. Carbajal García no exhibe su dolor ni sus traumas ni sus obsesiones personales. Ha encontrado una manera de transformar su experiencia en contemplación universal, de convertir su paisaje particular en territorio donde cualquiera puede reconocerse. Eso también es cosa de la edad madura: saber que la buena literatura no habla de uno mismo sino a través de uno mismo.
El haiku, que parecía una forma menor, una curiosidad oriental para poetas experimentales, se convierte en estas manos en un instrumento perfecto para capturar esa intensidad tranquila que solo tienen las cosas que han encontrado su lugar. Como ese potro que «nace, / se levanta, se cae, / dulce relincho». O como esa lluvia suave que es «respiro de los prados». O como esa niebla fina que opaca el cerebro hasta convertirlo en niña.
Al final del libro uno tiene la sensación de haber atravesado un año completo sin prisa, observando, respirando, dejando que las cosas sucedan a su ritmo natural. En tiempos de ansiedad y aceleración constante, Carbajal García nos regala cinquenta momentos de pausa, cinquenta respiraciones profundas, cinquenta maneras de recordar que todavía somos capaces de asombrarnos con lo que tenemos delante.
Y me parece que eso, más que poesía, es un acto de resistencia.
Ana María Olivares