Cuando un psicoanalista teje una España que no se parte en dos
He visto muchas trincheras. En Sarajevo, en Centroamérica, en los Balcanes donde la gente se mataba por banderas y apellidos. Y he visto cómo las palabras pueden ser más letales que las balas o más sanadoras que la morfina. Por eso cuando me topé con El Hilo Ibérico, de Francisco Muñoz-Martín, un psicoanalista que además escribe poesía y compone música, pensé: aquí hay alguien que sabe de trincheras. Las trincheras de la psique, que a veces duelen más que las de verdad.
Muñoz-Martín es de esos tipos serios. Psicólogo clínico, psicoanalista con todos los galones de la International Psychoanalytical Association, miembro de la Asociación Psicoanalítica de Madrid con función didáctica —que viene a ser como tener las llaves del reino—, y encima compositor musical formado en el Real Conservatorio. Vamos, que el fulano no se dedica a esto entre copa y copa. Ha coordinado programas de salud mental, ha escrito libros con títulos que te ponen los pelos de punta como La mente escindida: Narcisismo, fanatismo e ideales del Yo, y ahora resulta que se marca un poemario sobre España que incluye traducciones al catalán, euskera y gallego, con 21 composiciones musicales que puedes escuchar con códigos QR.
No es el típico libro de versos para señoras sensibles ni el panfleto nacionalista de turno. Es otra cosa. El tipo ha cogido su bisturí psicoanalítico y lo ha aplicado a la identidad cultural española con la precisión de un cirujano que sabe dónde está la arteria. Y lo hace sin anestesia, pero sin mala baba. Que ya es mérito.
La metáfora central es simple y eficaz: España como un tapiz donde cada región es un hilo de color único. Ni fusión babosa ni separación histérica. Integración. Que suena bonito pero es jodidamente difícil de conseguir cuando llevas siglos con la navaja en el bolsillo por si acaso. Muñoz-Martín conoce la escisión psíquica —esa manía de dividir el mundo entre los buenos y los malos, nosotros y ellos— y propone algo que en este país suena a ciencia ficción: reconocer al otro sin que te duela, sin sentir que pierdes algo.
Cada poema es un retrato. Andalucía como madre nutricia que germina flamenco desde las cuevas del inconsciente. Euskadi como lengua que no se traduce, que se respira, con esa resistencia primordial de quien no pide permiso a la historia. Cataluña inventándose a sí misma entre gárgolas medievales y fábricas modernistas, siempre a medio terminar como la Sagrada Familia. Castilla con sus espadas que atraviesan siglos, guardiana de una lengua que conquistó medio mundo para bien o para mal. Galicia con su bruma melancólica, su saudade que no paraliza sino que canta.
Y Madrid, claro. Madrid que acoge sin preguntar el nombre pero te lo cambia por uno más antiguo. Madrid como ese corazón que late sin dormir, refugio de todos y de nadie.
Lo interesante no es solo lo que dice sino cómo lo dice. El tipo ha estudiado a Freud y a Jung, sabe de sublimación y arquetipos, de fantasías inconscientes y símbolos colectivos. Y aplica todo ese arsenal teórico no para dar la chapa sino para construir una poesía que resuena en estratos profundos. Cuando habla del «narcisismo de las pequeñas diferencias» —ese invento freudiano que explica por qué los más parecidos se odian con más saña— está poniendo el dedo en la llaga de este país donde nos hemos pasado siglos matándonos por cómo pronunciar la zeta.
Lo que Muñoz-Martín propone es elaboración del duelo. Término psicoanalítico que significa: reconocer el dolor, mirarlo a la cara, y seguir adelante sin que te paralice. Este país tiene traumas sin elaborar. La Guerra Civil, cuarenta años de dictadura, la represión cultural y lingüística, el terrorismo, los conflictos territoriales que siguen abiertos como heridas que supuran. El Hilo Ibérico no ignora esos traumas. Los nombra. Pero no se queda ahí regodeándose en el victimismo ni alimentando rencores. Propone coser lo roto, tender puentes, tejer conexiones.
¿Que si funciona? No lo sé. La poesía no gana guerras ni resuelve crisis territoriales. El propio autor lo reconoce con humildad: esto es «solamente poesía». Pero la poesía hace algo que la política a veces olvida: toca fibras, remueve afectos, crea condiciones simbólicas para que el diálogo sea posible. Y en un país donde llevamos décadas con el mismo disco rayado —centralismo versus independentismo, España única versus Españas múltiples— cualquier intento de salir del bucle merece respeto.
Lo del multilingüismo no es cosmético. Muñoz-Martín traduce todo el poemario al catalán, euskera y gallego, con epílogos cantados en cada lengua. Y eso, señores, es performar simbólicamente el reconocimiento del otro. No es decir «os tolero». Es decir «vuestra lengua tiene la misma dignidad que la mía, y voy a demostrarlo dedicándole el mismo esfuerzo». Que en los tiempos que corren, donde unos quieren imponer y otros separar, es casi revolucionario.
La dimensión musical añade otra capa. El tipo compone la música de todos los poemas, los hace cantar por vocalistas profesionales, y los integra mediante códigos QR. Porque la música, como sabe cualquiera que haya escuchado un aria de Puccini o un solo de Miles Davis, llega donde las palabras no alcanzan. Toca el inconsciente directamente, sin pasar por la aduana del intelecto. Y cuando quieres hablar de identidad —que es cosa de tripas, no solo de cabeza— la música es munición pesada.
¿Defectos? Claro que los tiene. A veces el lenguaje se vuelve demasiado denso, saturado de símbolos que requieren diccionario psicoanalítico para descifrarlos del todo. No es lectura fácil. Y hay quien dirá que aplicar conceptos como «escisión», «ideales del Yo» o «inconsciente colectivo» a fenómenos políticos y culturales es psicologizar lo que debería analizarse sociológicamente. Puede ser. Pero también puede ser que para entender por qué nos seguimos mirando con recelo después de tanto tiempo necesitemos algo más que análisis político. Necesitemos comprender qué demonios nos pasa por dentro.
Muñoz-Martín termina su libro con una nota dirigida a todos: monárquicos, republicanos, nacionalistas, centralistas. Les habla a cada uno en su idioma, reconoce sus miedos y sus razones, pero les pide que miren más allá de las trincheras. Y ahí está la clave de este libro: no busca convencer a nadie de nada. Busca crear un espacio simbólico donde sea posible mirarse sin que salte la navaja. Donde la diversidad no sea amenaza sino riqueza. Donde «unir sin borrar» no sea un eslogan hueco sino un proyecto viable.
No sé si lo conseguirá. Pero mientras haya tipos como este psicoanalista-poeta-músico dispuestos a tejer hilos en lugar de cortarlos, mientras haya quien prefiera la metáfora del tapiz a la metáfora de la batalla, queda esperanza. Y la esperanza, en este oficio de vivir, es lo único que te mantiene cuerdo cuando todo parece desmoronarse.
El Hilo Ibérico no es perfecto. Pero es honesto, ambicioso, necesario. Y en estos tiempos de griterío estéril y polarización tóxica, eso ya es bastante. Quizá incluso sea mucho.
